Riggan Thomson es un actor decadente (inmejorable elección la de Michael Keaton cuyo paralelismo entre el Birdman de la ficción y el Batman que interpretó en la vida real no parece accidental) que trata de redimirse ante el público, la profesión, la crítica, su familia y ante todo su propio ego mediante un ambicioso proyecto teatral adaptando a la escena un relato corto de Raymond Carver que él mismo produce, dirige y protagoniza. Y todo esto, nada más y nada menos que en el corazón de Broadway, el mítico Teatro St. James de la calle 44.
Durante la primera hora de película, de un ritmo endiablado, no pude evitar acordarme varias veces de aquella divertidísima película de Peter Bogdanovich ¡Qué ruina de función!, basada en la obra teatral «Noisses Off» de Michael Frayn. Los ensayos, las trifulcas entre actores y las pequeñas catástrofes que salpican cada preestreno resultan momentos muy divertidos y filmados con una maestría heredera del viejo Hollywood. El resto de intérpretes aprovecha las migajas que deja un soberbio Michael Keaton que se come la película para crear unos personajes perdurables en la memoria del espectador. Especialmente brillante está Edward Norton dando cuerpo y vida a un actor prepotente y pagado de sí mismo sin caer en ningún momento en la trampa del cliché o el estereotipo facilón. Naomi Watts y Andrea Riseborough son las dos actrices que completan el elenco teatral del montaje y también tienen sus momentos de lucimiento. Pero acaso el personaje mejor construido, al margen del propio Keaton, sea el de Emma Stone dando vida a Sam, la hija de Riggan, cuya relación entre ambos está sólo esbozada pero se intuye en el epicentro de la crisis personal de su padre.
A partir de aproximadamente la mitad del metraje, la película toma una deriva un poco más densa, el ritmo de comedia se va diluyendo ligeramente al tiempo que la trama se torna más oscura y el tono más trascendente, sonreímos, reímos incluso, pero con una mueca de patetismo ante la caída a los infiernos de un Thomson irremisiblemente abocado a disociarse o fundirse definitivamente con su alter-ego Birdman.
Además de un guión sabiamente escrito, Iñarritu se vale de otros muchos recursos técnicos, formales y estilísticos para construir una película aparatosa, presuntamente compuesta por un único plano secuencia (todos sabemos el artificio que eso comporta en la era digital) y en la que la comicidad coquetea con el drama con la misma fluidez con que lo onírico lo hace con lo real. El espectador nunca sabe dónde acaba Birdman y empieza Riggan ni al revés.
Es incuestionable que Iñarritu ha tenido la enorme valentía de dar un salto al vacío en su filmografía, no ha abandonado a los seres atormentados necesitados de una catarsis que les saque de su atribulada vida, pero si ha cambiado de forma radical la forma de acercarse a ellos, del dramatismo exacerbado de Amores Perros o 21 Gramos ha pasado a un cinismo lúcido e inteligente, y de apoyarse en el dolor de la tragedia como principal ingrediente para crear ambiente ha apostado por el humor y una suerte de irrealidad no desprovista de comicidad.
El problema en mi opinión es el precio que ha tenido que pagar en este salto al vacío. Ha perdido la principal seña de identidad de su cine que no era ni argumental ni técnica ni formal ni estilística. Ha perdido la emoción. Iñarritu ha establecido una distancia entre él y sus personajes que se contagia al espectador. Birdman se disfruta como el mayúsculo monumento de buen cine que es, pero no emociona.