viernes, marzo 29, 2024

Crítica de ‘El olivo’: No colabores con tu propia desgracia

Las críticas de José F. Pérez Pertejo: 
El olivo
Cuando hablamos de cine de autor, lo hacemos bajo la sobreentendida premisa de que el director es también el artífice del guion. Tal suele ser así en las películas de Icíar Bollaín que desde que diera el salto a la dirección con la ya lejana Hola, ¿estás sola? (1995) apenas se prodiga como actriz, la profesión con la que se inició en el mundo del cine. Su carrera como directora alcanza ya siete largometrajes de ficción además de varios cortometrajes y el documental En tierra extraña (2014), a lo largo de los cuales ha dejado un importante sello como cineasta-autora. Pero El olivo es la segunda película (si no me equivoco) que filma sobre un guion escrito por Paul Laverty, el guionista de cabecera de Ken Loach y desde hace unos años pareja de la directora española en la vida real.

Digo esto porque para un espectador que haya visto varias películas de Ken Loach será fácil advertir la huella (autoría) de Laverty a lo largo del film, más marcada incluso que la de la propia Icíar Bollaín como directora. Ambos, desde el guion y la dirección respectivamente, desmienten la premisa aludida al inicio de este escrito al tiempo que ponen todo su empeño en contar una historia tras cuyo argumento se encuentran multitud de alegorías acerca de la sociedad (europea), la crisis (mundial) y los males que aquejan a una juventud a la que solo parece quedarle la rebeldía como forma de encarar un presente descorazonador y un futuro incierto. 
Esa juventud, perfectamente encarnada por Alma en la piel de una fantástica Anna Castillo, ejerce curiosamente el, a priori, contradictorio rol de reivindicar el pasado a través de la relación de afecto que mantiene con su abuelo (Manuel Cucala), un hombre apegado a la tierra, a la tradición y a la historia; tres conceptos que se resumen en el milenario olivo que da título al film y que servirá como pretexto para que Paul Laverty desarrolle su discurso narrativo. 
El guion es casi perfecto durante el primer tercio de película, plantea ágilmente el relato a través de una depurada presentación de los personajes. La relación abuelo-nieta contada en dos tiempos mediante efectivos flashbacks funciona como eje alrededor del cual son introducidos el resto de los protagonistas: los dos hijos del abuelo interpretados por Miguel Ángel Aladrén y Javier Gutiérrez, padre y tío de Alma respectivamente, y su amigo Rafa (Pep Ambrós), mudamente enamorado de ella. 
Una vez instalado el conflicto en la trama, es decir, la venta del olivo familiar a cambio de 30.000 euros del ala para montar un restaurante en primera línea de playa, asistimos a un desarrollo un tanto irregular en el que a Laverty se le va un poco la mano con las digresiones (algunas anécdotas innecesarias empañan el buen tono general del film) e Icíar Bollaín tira de elipsis para saltarse todo aquello cuyo rodaje plantee serias dificultades (subir una reproducción de la estatua de la libertad a un camión, por ejemplo). 
Pero coincidiendo con este valle en la narración, aparece Javier Gutiérrez para sostener la película. Su personaje es el más complejo por ser el que menos corresponde a un arquetipo, su carácter, a medio camino entre el racionalista pragmatismo de su hermano y el loco idealismo de su sobrina, abrirá una nueva vía en la película a base de explotar la mejor cualidad de Gutiérrez como actor: la capacidad para combinar comicidad y emotividad de forma creíble y querible. Es muy difícil no empatizar con el personaje del tío “Alca” al que la crisis ha dejado sumido en la ruina económica y familiar mientras algún sinvergüenza le debe 90.000 euros. 
A partir del momento en que la película se convierte en una road-movie entramos en otra dimensión, la del retrato de la Europa de dos (o más) velocidades que sirve a Laverty (y en consecuencia a Bollaín) para adoptar un tono más político, que a pesar de no ser demasiado marcado, tira de algunos recursos un tanto manidos a estas alturas de la crisis (indignados incluidos). No falta tampoco la pincelada ecologista, aunque ésta encaja mucho mejor en un film que en esencia es un canto a la naturaleza, al paisaje y a la conservación de lo material e inmaterial encerrado en un olivo que es mucho más que un árbol. 
Icíar Bollaín aprovecha con inteligencia este recurso del paisaje para elaborar una propuesta estética que en algunos momentos se sirve de planos muy efectistas (filmaciones aéreas incluidas) que terminan de rematar una película muy agradable de ver, divertida, emotiva, mucho más accesible de lo que su envoltorio hace presagiar y cuyo tándem autoral, Bollaín-Laverty (o viceversa) demuestran una vez más su compromiso con un cine que se sirve de la ficción para desnudar a la realidad.

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